Un libro que no es un libro

Esther Paredes Hernández
9 min readAug 21, 2021

Recuerdo con claridad que Lucía fue la primera persona que me habló de este libro que no es un libro, sino un exorcismo contra nosotros mismos.

Hasta hace tres años, la vida era normal y, aunque no resultaba sencilla, conocíamos las reglas para aprovecharla y poder decidir nuestro futuro. Lucía y yo llevábamos un par de semanas agobiadas por los exámenes finales y vivíamos en la biblioteca. Aquella tarde, mi amiga comenzó a bostezar, la falta de descanso le pasaba factura, y me contagió de tal manera que acabamos dando un recital de bostezos tan potentes que nos lloraron los ojos. La bibliotecaria nos lanzó una mirada de reproche por haber provocado la risa de los demás con nuestras bocas abiertas. Lucía me escribió en un papel que saliéramos a despejarnos al pasillo.

Nos alejamos de las grandes puertas de madera de la biblioteca y nos sentamos en un banco de madera del corredor. Saqué un chicle para Lucía y otro para mí. Nos encantaban los de sabor a menta. Recordábamos divertidas la cara de pájaro que ponía la bibliotecaria cada vez que se enfadaba, cuando Lucía cambió el semblante y guardó silencio. Yo le pregunté, pero ella me puso la mano en el antebrazo para que me callase. Junto a nosotras pasó un chico famélico de rostro blanquecino y cuyos ojos hundidos flotaban en un fondo oscuro. Sujetaba con fuerza un libro entre los brazos. Era un ejemplar de bolsillo sin demasiadas páginas y las tapas, que no llevaban título, eran de color negro en su totalidad. Aquella visión debería haber sido un presagio evidente para mí, pero las personas somos ingenuas y no quise darle importancia. Lucía, descarada, le siguió con la mirada. Yo hice lo mismo: llevaba el pelo desaliñado y sucio; la cabeza la mantenía inclinada mirando hacia el suelo; y caminaba deprisa mostrando las ganas de llegar pronto a alguna parte. La chaqueta de lana gruesa que vestía no disimulaba los huesos de sus hombros y los pantalones vaqueros le quedaban muy holgados. Era evidente que no comía desde hacía tiempo. El chico no mostró ningún interés por el escrutinio visual al que le estábamos sometiendo, ahora entiendo que fue porque no estaba caminando en la misma realidad que nosotras.

Lucía me puso al día. Ese chico había conseguido uno de los pocos ejemplares de La herida. Un libro que se había hecho famoso en las redes sociales porque le rodeaba un halo de misterio irresistible: no se conocía al autor, no se conocía bien el contenido y no se conocía quién lo había leído hasta ese momento. Que se supiera, solo había unos cinco ejemplares en todo el mundo y se compartía una fotografía de ese pequeño libro de tapas negras para que se pudiera reconocer. Se contaba en las redes, que quién lo leía no volvía a ser la misma persona. Algunos habían llegado a lastimarse o, incluso, a quitarse la vida. Ella había escuchado el rumor de que uno de los ejemplares lo tenía un estudiante de la Facultad, pero no lo había creído.

Al pobre chico desvalido no le volvimos a ver. Igual que, un año después de esos exámenes finales, Lucía y yo dejamos de vernos, de llamarnos y de mandarnos mensajes. Lo último que supe de ella es que había viajado hasta Dinamarca buscando uno de los ejemplares de La herida. ¿Dinamarca? ¿Por qué a Dinamarca? Las personas hacemos grandes tonterías si nos lo proponemos. Lucía se marchó para siempre y se me partió el corazón. La quería más de lo que había querido reconocerme a mí misma, la amaba con cada respiración y cada latido. Su pérdida fue la primera, pero no la última. Ojalá me hubiese tomado en serio lo que Lucía me contó de ese libro y del deterioro de ese chico, quizás hubiera podido salvarla, salvar a mi familia y a mí misma; o quizás, la perdición de todos nosotros era inevitable y ese era el objetivo de la persona que lo escribió.

Aún me costaba hacerme a la idea de que Lucía ya no estaba en mi vida, cuando mi hermano Juan se convirtió en la segunda persona que me habló de La herida. Una tarde, cuando volvía de dar vueltas sin rumbo recreándome en mi desamor, mi hermano me recibió lanzando un montón de folios impresos contra la mesa de la cocina. El golpe de las hojas contra la madera, hizo que me tragara el chicle. Desde que Lucía se marchara, seguía mascando chicles de menta para que los recuerdos de nosotras fueran más intensos. Juan, arisco y algo agresivo, me indicó que me sentara. Yo me mostré reacia a obedecerle hasta que me fijé en el nerviosismo de sus ojos y sus ademanes temblorosos. Acepté porque sentí que mi hermano perdería el control si no escuchaba lo que quería contarme.

Me dijo con orgullo, y con un entusiasmo insano, que tenía delante de mí el primer capítulo del misterioso libro. No se sabía quién había empezado a compartirlo en internet, pero había aparecido un enlace de descarga gratuito. Sin poder apartar los ojos de aquellas hojas, Juan me contó que lo había leído de un tirón. El principio de La herida le había parecido increíble, incomparable y magistral. No fue capaz de concretar de qué trataba, pero para él era un instrumento que abriría la consciencia de la humanidad. Por lo visto, no había manera de encontrar los demás capítulos y el morbo estaba creciendo como un fuego imparable. Me pareció que todo era fruto de una gran estrategia de marketing.

Cuando la noche se instaló en la ciudad, lejos de llegar la calma a nuestra casa, Juan no dejaba de pasearse por su dormitorio repitiendo y recitando frases sin sentido. Quise levantarme y preguntarle qué le pasaba, pero verlo así me inquietaba. Y, a pesar de mis temores, me empeñé en continuar dándole normalidad a lo que sucedía a mi alrededor: el chico famélico, la marcha de Lucía y la repentina obsesión de mi hermano. Entrada la madrugada, mi padre, harto de tanto jaleo, golpeó la puerta de su habitación porque ni mi madre ni él conseguían dormirse. El silencio se impuso, la oscuridad parecía sosegada, pero no sospechábamos que el corazón de mi hermano se estaba carbonizando de manera irreparable. Ojalá hubiéramos podido imaginarlo, intuirlo, ver el humo negro previo a las fuertes llamas. El mundo se estaba despertando mientras nosotros cerrábamos los ojos.

A la mañana siguiente, mis padres y yo desayunábamos cuando Juan entró en la cocina, muy serio, cargando con su mochila llena hasta los topes. Nos comunicó que había contactado con un chico que afirmaba tener el resto de La herida. Tenía que cruzar el país, pero ya había preparado el viaje. Mis padres me miraron sin entender a qué se refería.

— ¿Qué? Yo tampoco entiendo nada — protesté.

— Juan ¿y qué pasa con el trabajo, hijo? — Mi madre no estaba acostumbrada a ver a mi hermano tan irracional.

— He pedido unos días de mis vacaciones. — Mi hermano se dispuso a marcharse.

— ¿Y te vas solo? ¿Viajarás en autobús? — dijo mi padre preocupado.

— No os preocupéis, en unos días habré vuelto. — Se giró hacia nosotros y nos miró con un gran amor — . Pronto estaremos liberados de la culpa.

Y con estas absurdas palabras, mi hermano salió de la cocina, de la casa y de nuestras vidas durante dos años eternos en los que la única visión que nos quedaba de él era la de su mochila; una mochila llena de sus cosas, pero vacía de nosotros porque nos abandonó sin pestañear. Me dejó, a modo de herencia, el primer capítulo del libro en mi escritorio. No lo leí, acabó ardiendo en la chimenea. Empezaba a sentirme impotente frente a la influencia que ejercía ese libro en las personas que más quería.

Durante el tiempo que Juan estuvo fuera, mi madre vivió con el temor constante de que la policía nos informara de su fallecimiento porque no sabíamos nada de él. Tanta tensión provocó que ella dejara de salir de casa primero, para dejar de salir de la cama después. Apenas comía y cuando mi hermano por fin regresó, mi madre ya no hablaba.

Juan no llamó a la puerta porque utilizó sus llaves para entrar. Me sorprendió que no las hubiese perdido después de tanto tiempo. Mi padre y yo estábamos comiendo en silencio en la cocina, casi era la misma escena que cuando se marchó dos años antes, a excepción de mi madre que estaba en su dormitorio. Mi hermano no la echó en falta, no preguntó por ella. Lo primero que nos dijo fue que lo había conseguido, que llevaba en la mochila un ejemplar completo de La herida. Mi padre le contestó sin palabras, lanzándole el plato de comida a la cabeza y se fue con mi madre. Juan no pareció darle importancia, balbuceaba como si estuviese drogado. Entendí, entre su lengua flácida y sus dientes apretados, que ya se lo había leído y que el mundo estaba cambiando para siempre. Lloró y sacó del equipaje un ejemplar sucio y roñoso. Lo había hecho por la familia, había pasado miedo y hambre, pero había valido la pena porque ahora podríamos salvarnos. Al acercármelo, descubrí unas finas heridas en sus brazos que asomaban por debajo de la manga, como unos cortes poco profundos, pero lo suficiente como para que hubieran sangrado. Por el color de las líneas de los cortes, entendí que se los había hecho en días diferentes. En lo único que le di la razón a mi hermano es que la fama del libro había superado cualquier desquiciada previsión.

Juan estuvo esquivo los días siguientes a su regreso y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su dormitorio. Mi madre murió una semana después. Por aquel entonces, nadie sabía cómo, empezaron a encontrarse ejemplares por todas partes: bancos de parques, asientos de metro, librerías, escuelas y hospitales. Mi hermano se mantenía ajeno a todo hasta tal punto que no asistió al funeral de nuestra madre. Aunque casi nadie lo hizo. La gente se comportaba de manera extraña y se respiraba obsesión y locura en las calles. En cada esquina podías encontrarte a alguien con un ejemplar de La herida que lo agitaba con fuerza, como un predicador, y vociferaba espantosas ideas sobre la maldad de los seres humanos que habían herido al mundo creando una grieta por la que el infierno iba a entrar. Me sentía en una espiral de irrealidad, de vivir en otra dimensión, solo quería centrarme en el duelo por la pérdida de mi madre, pero lo que estaba pasando a mi alrededor, el desmoronamiento de lo que era la vida hasta ese momento, no me lo permitía. La situación se había vuelto urgente.

Empecé a preocuparme en serio por mi hermano al observar nuevos cortes en su piel, ahora los dibujaba por todo su cuerpo. Una noche horrible, en la que golpeé su puerta con los puños y le acusé de abandonarnos y de olvidar a nuestra madre, me dejó entrar y no ocultó que se estaba haciendo heridas con una aguja de afeitar.

— El mundo está herido porque nosotros le hemos hecho daño. Tenemos que ofrecernos como sacrificio para compensarle el dolor.

— El mundo no está herido, el mundo está loco como tú.

Pienso que fue mejor para mi madre no vivir para ver a su hijo consumirse. Sin embargo, mi padre no ha tenido tanta suerte… mi…

Juan agoniza en su cama porque su debilidad es tan grande que apenas puede seguir respirando. La obsesión, las heridas y la falta de apetito le llevan a una muerte segura. Mi padre habla solo desde hace unos días y sé que está a punto de acabar de leer el libro. Ya no come y tiene los ojos hundidos. Cuando le hablo no me mira y no suelta el libro en ningún momento. Es la tercera persona, y será la última, que me ha hablado de La herida, aunque no consigo entender lo que me dice porque balbucea y suelta frases sin sentido. Esta mañana le he descubierto en la cocina haciéndose heridas en los brazos con un cuchillo.

No hay programas de televisión, tampoco de radio. Nadie comparte nada en las redes sociales. Una extraña epidemia se ha extendido entre la población que no sale de sus casas y mueren en su aislamiento. Nadie contesta al teléfono. Lucía estará muerta a estas alturas. No sé qué hacer porque no entiendo a lo que me enfrento. Por eso he encerrado a mi padre en el sótano y le he arrebatado el libro antes de que le consuma del todo.

Ha llegado el momento de cerrar las heridas y de pasar página leyendo las palabras que tanto me han aterrado en este tiempo. Ya no temo leer este libro que alguien escribió para ti, para mí… para todos nosotros, para redimirnos o para morir en el intento. No tengo miedo porque lo he perdido todo, incluso la esperanza.

Lucía, hace tiempo que reservé mis últimos chicles de menta por si te recuperaba. Me quedan dos. Uno por ti y uno por mí. Me los meto juntos en la boca porque juntas deberíamos haber permanecido. Espero que nos volvamos a encontrar en medio de esta locura.

La herida. Capítulo I…

--

--

Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.