Sonríe, viene el sol

Esther Paredes Hernández
6 min readAug 30, 2021

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A Marta le resultaba imposible recordar cuántas vueltas había dado en la cama y a qué hora se había soltado la sábana del colchón dejándole los pies al descubierto. Había pasado la noche alternando escalofríos y sudores, según su corazón asimilaba la tristeza por haber enterrado a su padre Emilio. Carlos, su hermano mayor, y ella se habían enfrentado al funeral recordando el dolor que les provocó la muerte de su madre, que desarrolló un fulminante cáncer de huesos, cuando eran muy jóvenes. Frente al ataúd de Emilio, fueron conscientes de que se habían convertido en huérfanos, su familia se había desmembrado, solo quedaba la mitad del esqueleto y se había vuelto inservible.

Marta decidió levantarse de la cama, por muy exhausta que se sintiera, porque había llegado el momento de despejar sus pensamientos. La pena le había aturdido los últimos días y no soportaba más la desconexión con la realidad. Eso hacía que mermara su energía y bloqueaba el instinto de superación que tanto necesitaba en esos momentos. El suelo estaba frío a pesar de que las mañanas de junio eran agradables. Se quedó quieta, sintiendo la superficie helada porque le recordaba el miedo, la angustia y la piel de Emilio cuando le dio el beso de despedida. Quiso conectar con esos sentimientos porque le hacían sentirse unida a él. No era lo que más le convenía, pero prefería ir poco a poco con el tema de la separación. Sería una separación para siempre, así que no había prisa.

Sonó un aviso en el móvil. Alguien le había escrito un mensaje. Valoró no prestarle atención, sin embargo, pensó que podría haber sido Carlos y fue hacia la mesita de noche para comprobarlo. Al moverse, se resintió porque le dolían los huesos. Lo más seguro por haber dormido con demasiada tensión sobre su cuerpo. Leyó el mensaje. “Viene papá”. Marta, con el cerebro adormecido todavía, se esforzó para asegurarse de que lo había entendido bien. “Viene papá”. Comprobó que se lo había enviado hacía un instante. Eso no tenía sentido, su padre estaba enterrado. Por algún motivo, tuvo miedo de llamar a su hermano para pedirle una explicación por esa frase tan poco oportuna que parecía decir que su padre volvía del más allá.

Decidió no llamar a Carlos, no darle más vueltas al tema y no salir de casa. Quizás demasiada negación para empezar el día, pero era lo que necesitaba. Con esas ideas absurdas de personas resucitadas o de fantasmas o de su padre transformado en espíritu, era evidente que le convenía descansar. El sol comenzaba a entrar a través de las persianas bajadas y dibujaba líneas delgadas y tenues en el suelo. Las atravesó cuando fue directa al cuarto de baño. Escuchó otro aviso de su teléfono. No hizo caso. Abrió el grifo del lavabo y prestó atención al sonido del agua fluyendo como la continuidad del tiempo. Necesitaba centrarse en superar el primer día sin amor paterno. La ausencia de Emilio pesaba sobre ella y le hacía sentirse muy pequeña. Ya había experimentado esa desprotección cuando su madre murió años atrás. “Here comes the sun. Little darling, it’s been a long cold lonely winter”.

Cuando su madre despareció de sus vidas, Emilio se encerró en su habitación durante semanas. Carlos y Marta llegaron a pensar que no se recuperaría nunca. Se sintieron abandonados, insignificantes e invisibles y el futuro se les presentaba demasiado cuesta arriba para su juventud. A la chica se le ocurrió poner la canción de los Beatles “Here comes the sun” porque era la preferida de su madre. De esta manera, parecía que ella estaba con ellos. Después de varios días de escuchar la misma canción una y otra vez, Emilio salió del dormitorio y les preparó la comida. Quizás le conmoviera la letra o el recuerdo de su mujer o simplemente estaba harto. Los meses pasaron, a trompicones por culpa del dolor, mientras los tres se esforzaban por unir sus fisuras y formar un nuevo esqueleto. Fue la mejor manera que encontraron para conseguir que la familia continuase en pie: afianzar los huesos, engrasar las articulaciones y fortalecer los músculos, como el del corazón.

“Little darling, the smiles returning to the faces. Little darling, it feels like years since it’s been here”. Marta tarareó la canción y comenzó a sentir cierto alivio. Sabía por su experiencia anterior, que las cosas mejoran con el paso del tiempo. Se lavó la cara, disfrutando del agua fresca, y se peinó con una trenza. Algo más animada, sacó algo de ropa del armario y se sentó en la cama para vestirse. Recordó que había escuchado la notificación de un nuevo mensaje. Cogió el teléfono y lo miró. “The smiles returning to the faces. Te esperamos, pequeña”. Era su hermano otra vez. Marta decidió llamarle y asegurarse de que Carlos no había perdido el control porque esos mensajes no tenían ningún sentido. Él no respondió y ella determinó ir a su casa o no se quedaría tranquila. La chica continuaba sintiéndose dolorida, como con los huesos acartonados y al borde del llanto, pero necesitaba saber que él estaba bien. Subió las persianas de su dormitorio y el sol, tímido todavía porque era temprano, le calentó el alma y le hizo sonreír recordando las veces que había bailado la canción de los Beatles con Emilio y Carlos. Algunas veces desafinaban; otras, gritaban a pleno pulmón; otras, las menos, acababan llorando abrazados recordando a su madre.

Marta pulsó el timbre y esperó ansiosa, pero su hermano no le abrió la puerta y aumentó su angustia. Llevaba una copia de las llaves y entró en el apartamento. Las luces estaban apagadas, pero el sol del mediodía iluminaba casi todas las estancias. Le llamó en voz alta, sin obtener respuesta. La chica deseó encontrar a Carlos tumbado en el sofá, dormitando exhausto, pero no fue así. Le buscó en el salón y en la cocina sin éxito. Hasta que fue al cuarto de baño. Descubrió el cuerpo de su hermano colgando del techo. Se había ahorcado utilizando el cable de la luz. Corrió, gritando desde el horror más profundo, a cogerle de las piernas en un intento de bajarlo o de salvarlo o de cualquier cosa que pudiese hacer por evitar lo que ya era inevitable. Se detuvo cuando comenzó a aceptar que estaba muerto. A los pies de su hermano estaba su móvil que se había estrellado contra el suelo. Lo recogió y comprobó que estaba apagado. Le dolió haber dejado escapar la oportunidad de haberle ayudado porque Carlos le había mandado los extraños mensajes antes de quitarse la vida.

Marta, temblando y en shock, fue hasta el salón a buscar su teléfono para llamar a la policía. Al sacarlo del bolso, se iluminó la pantalla con un nuevo mensaje que, aunque era imposible, se había enviado desde el móvil de su hermano. “Sonríe”. Marta lanzó un alarido de rabia y tristeza porque no entendía nada. Marcó el teléfono de la comisaría, mientras se dirigía a la salida del apartamento. Allí se sentía en peligro. Su supervivencia todavía le importaba. Su vida podría darle alegrías inesperadas: amor, viajes, hijos. Ansió tener una oportunidad a pesar de que su hermano había preferido no aprovecharla.

En la huida, una sombra le cortó el paso en el pasillo. Se abalanzó sobre ella con violencia y Marta no tardó en distinguir la figura de su padre. La chica se golpeó contra el suelo, rompiéndose algunos huesos y, comprendió que era su turno. El sol del mediodía había llegado y, con él. Emilio. Era el momento de recibirlos después de haber pasado tantos días lluviosos. La chica entendió que debía dejar de tener miedo y su boca magullada se esforzó por sonreír para celebrar que el esqueleto familiar se había vuelto a juntar y eso era lo único que importaba. Ni la muerte había conseguido desmembrarlo. Otra sombra se unió, estando ella todavía en el suelo, y le pareció que eran los pies de su hermano.

Marta se incorporó tambaleándose. Las sombras se quedaron tras ella, no tenían la intención de marcharse. Vio al final del pasillo la ventana del salón por la que el sol entraba con tanta fuerza que deslumbraba. La chica se acercó a la ventana, la abrió y se lanzó al vacío. Un vacío familiar y profundo, eterno. Esa era la única salida que su padre le había permitido.

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Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.