La pesadilla

Esther Paredes Hernández
6 min readAug 17, 2021
Fotografía de Esther Paredes

Halloween, la noche de los muertos, era la noche del año que más inquietaba a Helena porque su pesadilla podía saltar sobre ella desde cualquier rincón. Con los años comprobó que, si conseguía estar en casa al caer el sol, podía mantenerse a salvo de ella. Quizás no servía de mucho, pero se compró una puerta acorazada a la que le añadió varios cerrojos extra.

Este año, Helena se había entretenido en el trabajo y la luna estaba en el cielo cuando salió de la oficina. Estaba muy enfadada consigo misma por haberse despistado justo ese día. Sin embargo, dejó los reproches a un lado para centrarse en llegar a su casa lo antes posible. Sentada en el andén esperando al metro, comprobó en su reloj lo tarde que era y calculó que le costaría unos veinte minutos ponerse a salvo. El túnel comenzó a iluminarse y pensó que su pesadilla se acercaba a la misma velocidad que el metro. Se le anudó el estómago. El tren se detuvo resoplando como un dragón metálico y ella se levantó con prisas. Veinte minutos, solo tenía que esperar veinte minutos para que el miedo se disipase como una fina niebla y se evaporara.

Helena peinaba a su muñeca e intentaba hacerle una trenza pero su pelo era de plástico y se le escurría entre sus dedos. Tenía siete años. Hacía rato que escuchaba a sus padres gritándose por toda la casa. Ella estaba acostumbrada a sus discusiones y sabía cómo aislarse de esas voces cargadas de rabia y saliva. Se refugiaba en su mundo imaginario con la muñeca y visitaba una peluquería llena de purpurina. Unos fuertes golpes pusieron punto y final a los gritos y a la ensoñación de Helena. A la pequeña se le erizó el vello sin saber muy bien por qué.

Helena atravesó las puertas abiertas del vagón al bajar del tren. Las manos le temblaban cuando entró en el pasillo subterráneo hacia la salida de la estación. Su garganta se bloqueó al ver que se acercaban dos chicas vestidas de monjas que lucían heridas abiertas en la cara y unos ojos hundidos como agujeros negros en el tiempo. La chica se frenó, en mitad de la galería, y las monjas parecieron dispuestas a atravesarla como si fuesen humo negro. Helena subió corriendo las escaleras y salió a la calle. No le costó comprobar que eran las diez de la noche y las pesadillas empezaban a conquistar el mundo recorriendo las calles en forma de disfraz. Por un instante, imaginó qué aspecto tendría la suya: ¿sería cómo la recordaba?, ¿era su recuerdo real o una manipulación para la supervivencia?, ¿su aspecto sería más aterrador si se la encontrara ahora que era adulta?

El silencio pegajoso que reinaba en la casa le hizo desear que sus padres volviesen a gritar. La pequeña apretaba su muñeca con tanta fuerza, que al día siguiente tendría un moretón en el pecho. Esperaba una especie de explosión que hiciera caer las paredes en cualquier momento. Su instinto de supervivencia infantil no se equivocaba, de todas las pesadillas que había tenido en su corta vida, iba a descubrir la peor de todas.

Helena se cruzó con algunos vampiros borrachos de sangre y asesinos en serie vestidos con petos vaqueros y armados con machetes. La chica ya no vivía en la realidad, sino en una fantasía donde la muerte reinaba. Metió la mano en el bolsillo y apretó con fuerza las llaves de su casa mientras aceleraba el paso. El tiempo pasaba muy despacio, pero consiguió llegar hasta su portal. Entró en el edificio con un llanto ahogado de alivio. Comprobó en su reloj que había tardado quince minutos y se sintió orgullosa de sí misma por haber recortado tiempo.

Helena observaba a su madre, que tenía la cara manchada de sangre, con un temor que no se podía comparar con nada. Su madre no le prestaba atención. Solo le importaba el cadáver que tenía a sus pies. La mujer comenzó a reír, con simples chasquidos al principio, y terminó lanzando carcajadas que consumieron el oxígeno que quedaba en la cocina porque eran bocanadas de fuego. La niña se tapó con fuerza los oídos y cerró los ojos todo lo que puedo porque no soportaba continuar escuchando la risa histérica de su madre y viendo el cuerpo muerto de su padre.

Más calmada, Helena pulsó el botón del ascensor y escuchó el sonido familiar del mecanismo activándose. Le duró poco la tranquilidad porque la iluminación del hall se volvió tenue y se dibujaron sombras extrañas en los rincones. La joven decidió subir a pie los tres pisos y llegar a su casa de una vez por todas. Ya estaba bien de sobresaltos por un día.

Helena se quedó sentada en el pasillo, meciéndose abrazada a su muñeca, mientras su madre arrastraba el cuerpo hasta el cuarto de baño. Escuchó sus jadeos por el esfuerzo que le exigía meterle dentro de la bañera. En el suelo se había dibujado un rastro de sangre y la niña tuvo que encoger los pies para no tocarlo. Su madre abrió el grifo de la bañera y la llamó. No quería acercarse a ella, ni a él, pero tenía tanto miedo de ese monstruo, que no tuvo más remedio. Se levantó, dejó caer su muñeca y pisó el camino de sangre como si se tratase de un ritual de iniciación.

Cuando Helena alcanzó el primer rellano, la atmósfera había adquirido un color amarillento o rojizo o los dos porque la luz parecía agitarse como la llama débil de una vela. Se dio prisa por llegar al siguiente tramo de escaleras, pero las bombillas se apagaron de golpe. La oscuridad la pilló desprevenida y se cayó. El bolso y las llaves se le escaparon de las manos.

Su madre la miró furiosa y le amenazó con el cuchillo para que se esforzara por hacer bien las cosas. Helena puso todo su empeño en seguir sus órdenes, pues aquellos ojos profundos, aquellos dientes rabiosos y las gotas de sangre que resbalaban por el rostro de su madre eran suficientes para que la niña se controlara para no vomitar o no desmayarse.

Helena se puso a buscar moviéndose a cuatro patas dando manotazos nerviosos contra el suelo con la esperanza de encontrar su móvil o sus llaves. Escuchó cómo la puerta del apartamento, que tenía justo a su lado, se abría muy despacio. Su instinto la llevó a alejarse de allí sin hacer ruido y sin ver hacia dónde estaban las escaleras que podrían ayudarle a escapar. Se encogió y se apoyó en la pared esperando el siguiente movimiento de su vecino. Cualquiera podría haberle dicho que era una exagerada, pero era la noche, la peor de las noches, y no había conseguido llegar todavía a su casa cuando la oscuridad la había engullido por sorpresa.

Su madre se encargó de meter los pedazos del cuerpo en una bolsa grande de basura. La pequeña estaba recostada en el borde de la bañera con la mirada fija en el dibujo de flores de los azulejos de la pared. Flores. Sangre. Ya nadie gritaba en la casa. Su madre apagó la luz del baño dejándola en la negrura más terrible, más desalmada y más solitaria del mundo.

La puerta del apartamento se abrió del todo. Helena intentó distinguir quién se asomaba, pero no salía ninguna luz del interior. Una malévola risita femenina comenzó a burlarse de ella. Reconoció la voz de su pesadilla. Había llegado el momento de sufrirla de nuevo, de agitarse y despertarse entre sudores y llanto. Quiso escapar, pero la mujer se lo impidió agarrándole del tobillo y arrastrándola hacia dentro del apartamento. Helena gritó desesperada cuando entendió que su madre la llevaba al cuarto de baño. Lanzó alaridos pidiendo auxilio hasta que se le rompió la garganta cuando aquellos brazos maternales la lanzaron contra la bañera.

— Que no te coja la noche, Helena. Que no te coja la noche porque yo vendré a por ti.

Un rato después, medio desnuda, con la piel cubierta por cortes profundos y sin fuerzas, Helena salió a la calle buscando ayuda. Cayó muerta junto a unos niños que se asustaron al ver que su piel estaba teñida con sangre de verdad y sus heridas no eran de látex.

Durante años, todos aquellos que la vieron muerta en la acera, contaban su asesinato sin resolver en la noche de los muertos y la consagraron como uno de los peores terrores nocturnos de los últimos años. Sin pretenderlo, Helena se había convertido en una leyenda urbana muriendo a manos de su madre, su mayor pesadilla.

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Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.