Fotografía de Esther Paredes

Feroz

Esther Paredes Hernández
9 min readSep 18, 2021

La noche del sábado había caído sobre ella y no le permitía respirar. Lorena no sabía qué hora era, pero por la oscuridad del trozo de cielo que veía a través de la ventana de su habitación, la ciudad se había puesto el vestido nocturno. Resopló. La joven de 32 años tenía muy claro que esa cama de hospital era el único lugar en el que no debería estar. Había hartazgo y rabia en su boca. Sus amigas la estarían esperando para beber hasta que la risa fuese tan tonta que los demás las mirasen con lástima. Pero estaba allí, bajo la losa de una vida injusta y absurda; escuchando como música de fondo, los pitidos de la máquina a la que estaba unida, desde hacía unas semanas, y que disparaba la medicación de los goteros hasta sus venas. Continuó observando el cielo oscuro. Agradeció esa minúscula ventana que le mostraba un resquicio de firmamento plagado de estrellas, y era una bocanada de aire fresco y de eternidad que le ayudaba a expandirse y recordar la importancia de seguir viva. Le duraba poco ese consuelo, en cuanto sonaba el siguiente pitido de la máquina que la mantenía atada a la cama con una aguja en el brazo, el alivio se disipaba.

Lorena pronto comprendió que cuando enfermas, el cuerpo se mueve al son de un enemigo que se esconde entre las vísceras; el tiempo se vuelve una entidad densa y pegajosa, que se estira y se encoge a merced de la batalla por la supervivencia. Comprobó que las horas podían dilatarse y los minutos transformarse en horas cuando el dolor le impedía respirar durante unos segundos eternos. El tiempo se expandía en esas ocasiones. Pero cuando el camillero la recogía para trasladarla al quirófano, las paredes de la habitación temblaban con violencia y formaban ondas expansivas que la arrastraban, de un parpadeo, a la mesa del quirófano. Allí, dormida y despertada en un suspiro, los cirujanos cortaban, perforaban y cosían a su antojo. Sentía pavor cada vez que bajaba a los subterráneos del hospital y le obligaban a tumbarse bajo unos focos deslumbrantes, a sufrir el frío esterilizado de los instrumentos, a sentir el miedo y ser víctima de escalofríos incontrolados, mientras unos rostros desconocidos le exigían una respuesta que ella no podía darles. La joven solo pedía anestesia para que el tiempo se encogiese y todo terminase cuando antes.

El transcurrir del tiempo le inquietaba. En aquel edificio, de vida y muerte, el tiempo era relativo y escapaba de su control a la par que su enfermedad se hacía más fuerte. Quería estar borracha con sus amigas, quería reír y compartir recuerdos ridículos esa noche de sábado. Tenía 32 años. Era lo que debía hacer y no divagar sobre el tiempo relativo de los hospitales. Percibía cómo su mente se alejaba cada vez más del amarre de la normalidad y que sus diálogos internos, obligados por la soledad, se volvían más y más concéntricos provocando que la conexión con el mundo real fuera tan pequeña que Lorena se sentía desfallecer. Sus emociones se estaban deshidratando y desnutriendo sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo. Ansiaba que los médicos lo percibiesen y pusieran remedio a esa espiral negra en la que se estaba hundiendo, pero eso no sucedía porque estaba sola frente al abismo.

Sábado por la noche. La tristeza se arremolinó en su garganta y en sus ojos. Ni en sus peores días imaginó que pudiese acabar tan enferma como para que su vida pendiese del hilo de un gotero. Se había obsesionado con repasar cuánto daño había provocado en los demás, cuántos momentos depresivos o de estrés había pasado, si su dieta había sido sana, si había hecho suficiente ejercicio físico, si había amado bien o si se había acordado de agradecer al universo lo bueno que este le había brindado. Y, como siempre sucedía cuando repasaba los acontecimientos de su vida, la tristeza dio paso a la rabia. Nada, ninguna acción suya merecía tal castigo, es más, siendo honesta debería estar disfrutando de una vida más plena que otras personas que conocía; sin embargo, ella era la que estaba presa bajo esas sábanas ásperas, blancas como la muerte y vistiendo un pijama de hospital que le quedaba enorme. Llevaba varios días sin poder levantarse porque la debilidad era la capitana de su cuerpo. Así que debía avisar a la enfermera para que le colocara la cuña cuando tenía ganas de orinar. Se sentía avergonzada por necesitar la misma ayuda para limpiarse que un bebé o que una anciana. Humillante. Por lo menos había dejado de verse en el espejo del cuarto de baño. La última vez que lo hizo, contempló con horror que se notaba el hueco que estaban dejando en su cuero cabelludo los mechones de pelo que se le caían a puñados y sus ojos estaban tan hundidos que gritó asustada. Era difícil, viéndose así, conservar la esperanza de que la medicina estaba funcionando. Lo natural era pensar que se le brindaban dos opciones: o la enfermedad acababa con ella o lo harían los fármacos. No, no se merecía ni un ápice lo que estaba sufriendo. Le venían a la mente ocho, doce personas más dignas que ella y la rabia, que le carcomía por dentro, la empujaba a visualizarlos afligidos, no le importaba quemarse en el infierno. Buscó consuelo imaginando a las personas sanas que conocía, conectados a la máquina que bombeaba el flujo del gotero. Y deseaba con todas sus fuerzas que ese pitido les perforase el tímpano y taladrase su cerebro, que su cerebro se descompusiera y enloquecieran y quisieran correr desnudos y sangrantes con los pies descalzos sobre cristales rotos gritando como si estuviesen perdiendo la guerra y llorasen y no volvieran a reír nunca más. Eso fantaseaba mientras chirriaban sus dientes con toda la ferocidad posible.

Hasta esa noche, Lorena había sido la única ocupante de la habitación. Intentaban mantenerla aislada por su complicado estado de salud. Sin embargo, antes de la medianoche, un camillero entró a una anciana que estaba plácidamente dormida. Lorena no supo cómo reaccionar. Odiaba y agradecía la soledad a partes iguales. Como cuando su madre la visitaba y se quedaba mirando la televisión de pago, colocada en la pared de enfrente, en silencio. Un silencio que solo se rompía cuando se despedía de ella “hasta no sabía cuándo porque su padre trabajaba muchas horas y necesitaba comer bien, llevar las camisas planchadas al trabajo y descansar en una casa ordenada”. Lorena se rompía la lengua por dentro por no vociferar lo cruel que resultaba echarle en cara que era una carga para ellos por estar enferma. Cuando su madre salía por la puerta, Lorena se sentía aliviada por dejar de ver su semblante rígido y sus labios apretados, aquellos ojos de rata y su peinado acartonado por la laca. Oh, le hubiera gritado a la cara tantas veces lo que pensaba de ella, pero odiaba y agradecía la soledad a partes iguales y necesitaba que su madre siguiese yendo a visitarla, aunque fuese para hacerle daño.

Entró una enfermera y ayudó al camillero a pasar a la anciana a la cama. La enfermera corrió la cortina, cuyo riel dividía la estancia en dos, para que Lorena y la vieja tuviesen cada una su intimidad. Era evidente que la mujer también necesitaba que la mantuvieran limpia. Consideró que las dos estaban igual de desvalidas a pesar de que se llevarían unos sesenta años de diferencia. Eso calculó la joven antes de que ocultaran a la anciana tras la cortina: pudo ver una piel llena de arrugas y tan fina que se había pegado a los huesos, una piel tan delgada que era transparente como las alas de una mosca, de una textura tan ligera que se sostenía gracias a la red que dibujaban las venas. Le resultaba tan repugnante y tan delicada como las alas de una mosca. Lorena pronto se hizo una idea muy clara sobre lo que significaba la presencia de aquella mujer en la habitación: la guerra. La chica era la soberana de la fortaleza y no permitiría ninguna intromisión en el último reducto que le quedaba como propio. Esa anciana se marcharía antes del amanecer. Acababa de llegar y ya no la soportaba.

El tiempo volvió a ser caprichoso en su mente y la oscuridad nocturna fue haciéndose más densa con lentitud. Lorena comenzó a sudar recordando asqueada la piel de la vieja, imaginando que se podía desgarrar sin hacer mucho esfuerzo. Teniéndola a su lado, la furia aumentaba con el paso de los minutos porque dejaba en evidencia que, por su juventud, ella no debía estar encerrada en un hospital y eso la estaba exasperando. Un enfermero entró para comprobar la tensión arterial y la temperatura de la anciana que continuaba dormida. Al salir, el chico le comentó a su compañera que la anciana tenía una salud a prueba de bomba. Lorena, al escucharlo, comenzó a sentir que su pecho se endurecía y se transformaba en una roca. Su tórax se volvió tan rígido que parecía que una montaña había crecido sobre él. Tuvo que concentrarse para aspirar aire, con débiles bocanadas, intentando atrapar algo de oxígeno. Era un pez moribundo, un joven pez moribundo. Lorena continuó soportando la carga de una montaña sobre su pecho. Si se atrevía, podía escuchar cómo crujía su esternón bajo el pijama. Supo que estaba a punto de romperse por la mitad, de partirse, porque no era una montaña, era un volcán feroz y ardiente. Las toneladas de piedras se abrieron en su cuerpo de manera antinatural, físicamente imposible, con un objetivo: que el fuego vivo de su interior, la lava que allí se había gestado, se liberase fundiendo sus huesos y su piel para quemar su dolor. La erupción produjo un rugido interno que la ensordeció. La lava brotó y era de un color rojo tan intenso que se tornó negro. Traspasó el colchón y alcanzó el suelo porque su cometido era destruir lo que encontrara a su paso y convertirlo en ceniza, reducirlo hasta hacerlo desaparecer. La chica no podía moverse porque tenía el pecho abierto de par en par, pero ladeó la cabeza buscando alguna sombra reflejada en la pared que le mostrase lo que sucedía con el fuego líquido que había escapado de su cuerpo enfermo.

Observó que la lava se acumuló hasta adquirir cierta forma y, poco a poco, comenzó a dibujarse algo que le recordó a la silueta de una mujer. Lorena sonrió cuando vio que la sombra se arrastraba hasta la cama de la vieja. La forma femenina se colocó debajo y comenzó a desgarrar los hierros del somier con una ferocidad imparable. Aquellos dedos febriles y afilados pronto alcanzaron el colchón. Lorena escuchaba los rasguños y contemplaba en la pared cómo caían los pedazos de la cama sobre la figura de lava y desparecían carbonizados. Las manos ardientes llegaron hasta la anciana. La joven ahogó una carcajada de satisfacción al escuchar como aquella piel de mosca nonagenaria se separaba como mantequilla y fue feliz imaginando que ella misma se la arrancaba a tiras, ensuciándose las manos con restos de piel y de sangre mientras separaba esas venas desgastadas que ya no necesitaban vida. La vieja se quedó descarnada antes de que pudiera despertarse. Y la sombra femenina de lava negra recuperó su estado líquido para deslizarse y regresar hasta introducirse en el hueco de piedra estéril que había estado construyendo el cuerpo enfermo de Lorena. La chica pudo volver a respirar con normalidad cuando el volcán se cerró. Sus pulmones se llenaban de la brisa fresca que ocupaba la habitación, su habitación, su castillo, y esa vieja ya no amanecería en ella.

Lorena se durmió por fin, satisfecha y orgullosa de sí misma, en esa noche de sábado que debería haber pasado con sus amigas y no metida en esa cama de sudores y lágrimas. Debería haber pasado la noche disfrutando de la vida, riendo, besando, recorriendo las calles. Se durmió porque creyó que había hecho desaparecer a la vieja, que las enfermeras tomarían nota y se lo pensarían dos veces antes de meter a otro paciente en su habitación. Sin embargo, por más que la chica necesitara tener la seguridad de que atesoraba el control de lo que sucedía entre aquellas cuatro paredes, no era así. Y, aunque Lorena no la veía, la anciana continuó su recuperación y recibió el alta dos días después. ¿Qué importaba si lo sucedido había sido real? Lo cierto fue que la joven consiguió dormir las noches de los sábados siguientes, mientras los goteros intentaban vencer a la enfermedad según los protocolos médicos. Lo que nadie tuvo en cuenta es que, a pesar de que consiguieran salvarle la vida, la cordura de la joven ya estaba condenada y comprometida para siempre. Había pasado demasiado tiempo contemplando el abismo en soledad y había sucumbido a la fuerza del volcán.

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Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.