El último tren

Esther Paredes Hernández
4 min readJun 25, 2023

Buscamos un taxi desde hace dos horas porque hemos perdido el último tren. Hacía mucho que no veníamos a la ciudad en ferrocarril y no habíamos previsto que los horarios habrían cambiado. Estos zapatos me están estrujando los dedos meñiques y el dolor empieza a subirme a las rodillas. Por los tinglados antiguos que veo al fondo, creo que nos hemos cruzado Valencia desde la Plaza España hasta la Avenida del Puerto. Todo esto es culpa de Miguel. Hemos tenido que venir en tren desde Requena porque es un cabezota que no quiere graduarse las gafas y no ve lo suficiente para conducir de noche. Tengo frío, no pensaba que acabaríamos a la una de la mañana caminando por esta avenida desnuda. Le pido a Miguel que me deje su chaqueta de ante marrón, pero me ha contestado que él también está helado y que los huesos le duelen por la humedad, que a la otra me coja el abrigo. Me aguanto las ganas de empezar una bronca porque, para una vez que salimos del pueblo, bueno, para una vez que salimos de casa así en general, mejor terminamos la fiesta en paz. No sé cuántas calles y placetas hemos atravesado sin ver un taxi. De vez en cuando, pasamos por la puerta de un local de jóvenes y recuperamos la esperanza de encontrar alguno por el barrio, porque son clientes potenciales, como diría mi cuñado que es gestor.

Nos estamos acercando a un pub, veo las luces y escucho la música. Me concentro en buscar un taxi y me convierto en un radar, porque daría lo que fuera por poder sentarme y sacarme estos zapatos que son una tortura. En la acera nos cruzamos con un grupo de cuatro chicos de unos veinte años. No me gusta cómo nos miran y mi sexto sentido me pone en guardia. Creo que nos siguen.

─Miguel, acelera que esos nos van a atracar ─le digo con voz baja. Olvido el dolor de mis pies y empiezo a caminar con decisión.

─Ya estamos… ¿Quiénes? ¡pesada! ─Suspira y cierro los ojos armándome de paciencia.

─Los que estaban en la puerta de la discoteca. ─Miguel se da la vuelta y como no ve bien, encoge los ojos como si fuesen una cámara de fotos y pudieran hacer zoom. Su postura corporal indica que sería capaz de enfrentarse a ellos.

Lo agarro del brazo y le pego un tirón. Me cabrea que sea tan imbécil para estas cosas. Se cree que aún es un chaval y ni entonces era capaz de lanzar un puñetazo con decisión.

─Disimula y date prisa. En cuanto veamos a alguien, pedimos ayuda. ─Empiezo a jadear por caminar deprisa. Miguel se resiste en acelerar y se queda algo rezagado. Lo escucho hablar desde atrás.

─Eres tonta. ¿No ves que la juventud va de un local a otro? Y les toca ir andando, como a nosotros, que no hay taxis. Vamos en la misma dirección, eso es lo que pasa.

No le contesto, tengo que racionar bien mi energía por si tengo que echar a correr. Últimamente los asaltos se hacen con mucha violencia y tengo miedo. Mi sobrino es policía nacional y dice que Valencia está infestado de criminales, no tiene nada que envidiar a Barcelona o a Madrid. Me da igual si Miguel no me cree, no es culpa mía que sea un idiota y tengo que mirar por mí, que soy mujer. Pienso un plan para comprobar si nos siguen o no: cambio de dirección y sentido al tuntún para confundir a los delincuentes. No sé en qué giro he perdido a Miguel y también a los chicos. Me siento aliviada, aunque me preocupa mi marido. Con lo tonto que es, bueno, ahora lo llamo al móvil para reunirnos. ¡Un taxi! ¡Pare, pare!

Me siento aliviada en el asiento del coche, que huele a ambientador de jazmín. El taxista es de nuestra quinta y lleva unas gafas muy modernas. Me lleva a Requena con gusto porque él es de Camporrobles, aunque hace quince años que vive en Valencia. Nos detenemos en un semáforo y caigo en la cuenta de que no he avisado a Miguel. Lo llamo con el móvil y miro distraída por la ventanilla. No me lo coge. Me parece que distingo al grupo de chicos en una esquina. Están golpeando a alguien que está tirado en el suelo y le roban la chaqueta. Es una chaqueta de ante marrón. No le digo nada al taxista y cuelgo el teléfono. El semáforo se pone en verde y continúo charlando sobre lo bueno que es el vino de Utiel-Requena y lo necesario que es salir de casa de vez en cuando. No puedo dejar de hablar y voy de un tema a otro. Me siento eufórica. Aún tengo frío y el taxista pone enseguida la calefacción. Me quito los zapatos y el roce de los pies descalzos en la moqueta me provoca un calor agradable en la entrepierna. Sonrío, sin dejar de conversar claro, porque acepto que, al perder un tren, he podido subirme a otro.

--

--

Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.