El túnel

Esther Paredes Hernández
5 min readAug 23, 2021
Fotografía de Esther Paredes

A Héctor le resultaba cómico lo que estaba viviendo en el túnel del metro. Aunque, en realidad, no tenía ninguna gracia que las personas le mirasen con un desprecio tan descarado. ¿Con cuántas se había cruzado mientras recorría ese agujero subterráneo? ¿Cincuenta? ¿Cien? Todas ellas le observaban serias, con un gesto asqueado, así era cómo le juzgaban con sus ojos y sus labios. De acuerdo, sí, sólo durante unos segundos y después volvían a lo suyo… pero ¿por qué? Intentó mantener un ánimo positivo y restarle importancia. Sin embargo, no lo consiguió y Héctor acabó desmoronándose. Le resultó muy difícil ignorar ese menosprecio continuado hacia él. Al final, dejó de ser divertido.

No era la primera vez que recorría ese corredor que comunicaba una línea del metro con otra. De hecho, lo había atravesado dos veces al día los últimos años. Su cerebro estresado comenzó a analizar y a conectar recuerdos, lo más rápido que podía, porque se sentía amenazado y necesitaba encontrar una explicación que le diese sentido a todo aquello. Mirada tras mirada, después de muchos ojos, Héctor empezó a sentir que las paredes del túnel se encogían y que la luz amarillenta se convertía en una soga invisible que se arremolinaba lentamente en su garganta secándole la boca.

El chico decidió caminar más rápido, no le importaba que pareciese que corría, intentando divisar el siguiente andén. Pronto descubrió que no avanzaba porque el pasillo se alargaba a la misma velocidad que él daba sus pasos. Héctor se detuvo para recuperar el aliento y decidió dar la espalda a los transeúntes quedándose quieto de cara a la pared. Le dolía el pecho, no soportaba más que le examinaran con esa rabia contenida, con esa dureza, una y otra vez. Tenía a pocos centímetros las sucias baldosas de color indefinido por la atmósfera negruzca que flotaba cuando el metro circulaba. Prefería ver esa inmundicia a volver a mirarles a la cara. El aislamiento surgió efecto y, por un instante, recuperó el control. Sintió que estaba dentro de una burbuja cerrada al ruido que producían los demás. Si no veía sus rostros, no escuchaba sus miradas susurrantes ni sus murmullos de desaprobación ni abrían las ventanas de sus secretos. Pero ¿no tenemos todos rincones en nuestra alma que no queremos mostrar? ¿Quién les había dado el mazo de la justicia?

El joven seguía mirando los azulejos cuando ideó un plan. Caminaría de cara a la pared hacia el andén. Tenía la intuición que, de esta manera, recorrería los metros que le separaban de él sin tener más complicaciones. Había comprobado que, si daba la espalda a las personas, estas no le molestaban. Se entusiasmó y no pudo reprimir un pequeño grito de triunfo. Pronto, pronto se subiría al tren y volvería a casa. Y, una vez se sintiese a salvo, recordaría esa tarde como un episodio demasiado íntimo que no pensaba compartir con nadie.

El chico se puso en marcha dando pasos laterales y se pegó a las paredes intentando alejarse lo máximo posible de los viajeros con las que se cruzaba. No quería que le rozaran ni sus alientos ni el aire que movían sus pies al caminar por aquel gusano de cemento. Las palmas de las manos se iban tiñendo de negro hediondo y la ropa se le manchaba con la humedad que bajaba del techo, pero eso no era importante. Sólo se centraba en comprobar que su instinto no le había fallado y que conseguiría llegar al final del túnel. Giró hacia la derecha. Sabía que, tras ese recodo, le quedaban pocos metros hasta el andén. Observó de reojo, para comprobar que estaba en lo cierto, cuando descubrió algo que le heló la sangre.

Héctor se topó con una mujer que estaba situada también frente a la pared, con los brazos caídos a los lados, que se balanceaba ligeramente hacia adelante y hacia atrás mientras balbuceaba palabras que no alcanzaba a escuchar porque hablaba muy bajo. Se acercó horrorizado, todo lo deprisa que le permitía caminar de lado, y se colocó junto a ella, brazo con brazo. Ella no se inmutó con su presencia y continuó murmurando para sí misma de manera mecánica y ausente. Parecían dos niños traviesos castigados por su profesor del colegio. Lo primero que pensó es que a ella le había sucedido lo mismo y eso le confirió a la situación una veracidad difícil de digerir. El plan de Héctor era olvidarlo en cuanto saliese de la estación del metro y convencerse a sí mismo de que todo había sido una exageración suya, pero no sería posible porque se había encontrado con otra víctima del rechazo.

El joven observó, mirando de soslayo, que la mujer tenía los ojos cerrados, con los párpados muy apretados como cuando tenemos miedo y no queremos ver lo que nos asusta. Héctor, despacio y con prudencia para no sobresaltarla, le preguntó si a ella también la miraban mal los demás. Ella no reaccionó. El chico la analizó con más detenimiento y descubrió que estaba muy demacrada, que su pelo estaba muy sucio y húmedo por el sudor y que su ropa se había ennegrecido por el aire denso que se acumulaba en el túnel. Sintió pánico al pensar que ella llevaba allí mucho más tiempo que él y eso significaba que no había conseguido escapar. ¿Correría la misma suerte? No pensaba darse por vencido y, pasándole el brazo por la espalda, la agarró intentando transmitirle seguridad. Ella no opuso resistencia así que comenzaron a caminar de lado juntos. Volvía a resultar muy cómica su situación, pero desesperante al mismo tiempo. De ninguna de las maneras, el chico iba a permitir ni un acto de repulsa más hacia él, hacia ellos. La mujer era una prueba del daño que podría provocarles. Poco a poco, dando pasos a trompicones, Héctor vio que se acercaban, por fin, a la boca arqueada del final del pasillo. Animado, le contó a la mujer que habían llegado al andén y ella salió de su letargo de golpe.

Dejando salir un grito profundo, en el que se mezclaban todo el horror y el frenesí que había acumulado, ella logró zafarse del chico y corrió desesperada tapándose la cara para no mirar de frente al resto de los pasajeros. Héctor no llegó a tiempo para detenerla y, pocos segundos después, escuchó el alarido de aquella pobre mujer muriendo atropellada por el tren.

Él se quedó sin fuerzas y volvió a colocarse de frente a todos aquellos que recorrían el túnel y que le miraban de esa manera tan horrible. No se habían alterado por la muerte de esa pobre mujer y continuaban transitando por el corredor como autómatas, sin mostrar otro sentimiento que el desprecio que le dedicaban. El metro asesino no se detuvo, no fue hasta allí personal de seguridad y la realidad transcurría como como el mecanismo perfecto de un reloj. Se puso, otra vez, de cara a la pared y cerró los párpados para alejar el miedo y la tristeza que le envolvían. Y empezó a balbucear una frase que acabó convirtiéndose en una especie de oración para él: “Si no los veo, no están”.

Unos días más tarde, una joven le rodeará con su brazo, situándose junto a él de espaldas a la gente, y le preguntará cuánto tiempo lleva allí y por qué todos les miran con tanto menosprecio. Héctor ya no podrá escucharla porque su mente estará demasiado lejos como para darle una respuesta que tenga sentido y soltará una carcajada porque todo le parecerá una broma, aunque no tenga para ellos ninguna gracia en realidad.

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Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.