El olvido

Esther Paredes Hernández
5 min readJun 25, 2023

Lo primero que olvidé fue el autobús que me llevaba a la oficina. Pensé que el estrés de trabajar con mi ex me estaba pasando factura y consideré que había sido un lapsus. Una semana después, descalza y a medio vestir, entraba en las urgencias del hospital pidiendo ayuda a gritos porque no reconocía mi cara en el espejo.

Me hospitalizaron en el ala de salud mental, porque mi cerebro borró quién soy por fuera. A pesar de eso, he comprobado con alivio que mi alma continúa existiendo y mantengo la esperanza de recuperarme. El tiempo que pasé en la clínica me sentí a salvo porque estuve alejada de la persona que me ha empujado a este estado. Desde la noche de mi ingreso, he tenido tiempo para reflexionar cómo he permitido que sucediera. Echando la vista atrás, no he llegado más allá de un recuerdo concreto: Del momento en el que pasé de sentir amor por él, por mi ex pareja, a padecer una mezcla de lástima y rabia que me asfixiaba porque mis pulmones respiraban un aire denso y putrefacto. En aquellos días horribles, llegué a la firme conclusión de que era él o yo. Una cuestión de vida o muerte, espiritual, emocional, pero una aniquilación al fin y al cabo de uno de los dos.

Tuve que aguantarme las ganas de hacerle daño cuando se pavoneaba en la oficina entrando y saliendo de su despacho. Ese lugar infecto que es su reino porque él se cree un rey. Cuando le conocí, me impresionó su arrogancia y su despotismo y de eso me enganché: de permitir que sus manos dirigieran el rumbo de mi vida. Y estuve a punto de evaporarme, después de que me tratara con desprecio y violencia sin darme una tregua. Ese fue el punto de inflexión y el momento en el que decidí dejarlo. Cuando entendí que “los dos juntos” ya no era posible. Ahora sé que lo comprendí demasiado tarde porque yo había empezado a desvanecerme. Cada mañana en la oficina, después de la ruptura, se encargaba de recordármelo con una mirada de reojo cargada de ira mientras se cruzaba en mi camino y me obligaba a frenar en seco si no quería tropezar con él. Caer. A eso jugaba, a recordarme que sin él caería y no podría levantarme sin su ayuda. No se equivocó.

— ¿Entiende por qué la hemos ingresado? — El psiquiatra escribió unas notas en mi ficha médica y, como tardaba en contestarle, me miró esperando una respuesta. Me costaba ordenar los pensamientos por la medicación que me habían dado.

— Bueno, he olvidado cómo soy, cómo soy por fuera… — Acerqué mis manos temblorosas hacia el pecho a modo de indicación — . Por dentro lo sé, pero… yo… — callé porque corría el peligro de perder la compostura y ya me sentía bastante avergonzada.

— ¿Le ha pasado algo parecido antes? — Sonrió con amabilidad, buscando que me sintiera más confiada.

— Hace unos días dejé de recordar el número del autobús que me lleva al trabajo y, poco después, también olvidé el nombre de mi ex. Él es mi jefe y creo que está todo relacionado, pero no reconocerme al mirarme en el espejo, eso no me lo esperaba y no lo entiendo… — Tuve la necesidad de frotarme las manos para que mi mente no desconectara por el miedo que sentía.

— Vaya… — Arqueó algo las cejas en un gesto sutil de sorpresa y volvió a escribir en la ficha mientras asentía con la cabeza.

Mi malestar aumentaba por momentos y busqué liberar tensión mordiéndome los labios. Me sentía culpable por estar viviendo una pesadilla y tenía lo que merecía. Al doctor no le pasó por alto mi inquietud.

— ¿Cómo se siente ahora después de unas horas? ¿Continúa sin reconocer su cara? — Su mirada era sincera, sólo quería ayudarme y agradecí esa comprensión altruista.

— Tengo la boca seca por los tranquilizantes. ¿Puedo beber agua? — dije susurrando con una voz que parecía infantil.

— Sí, por supuesto. En el baño hay un vaso. — Supe enseguida sus intenciones: quería ver mi reacción al mirarme al espejo. Observó cómo el calor escapaba de mis mejillas y esperó, en medio de un silencio áspero, una respuesta.

— Estoy cansada y me gustaría acostarme. — Suspiré de tanto sobresalto y cerré los ojos agotada por tanto esfuerzo y desamparo — . Por favor.

Ha pasado una semana desde mi entrada en urgencias y hace dos días que volví a casa, a una normalidad que me es conocida a pesar de todo. El psiquiatra me dio el alta después de comprobar que he perdido el miedo a ver mi reflejo, aunque sigue siendo una imagen extraña para mí, con la condición de que acuda a la consulta de un terapeuta. Esta mañana me incorporo al trabajo, necesito enfrentarme a mí misma y a mi pérdida. Cojo un taxi hasta la oficina y compruebo que recuerdo el itinerario sin ningún problema. Cuando traspaso la puerta giratoria del edificio todo me resulta familiar: el hall elegante, Raquel que me saluda desde el mostrador de recepción y el torno que se abre con mi tarjeta personal. Camino con falsa seguridad hasta el ascensor que me lleva hasta la planta número nueve.

Cuando suena una campanita sé que he llegado y que las puertas metálicas y frías van a abrirse. ¿Veré sus ojos profundos y mortales y podré recordar el nombre de mi verdugo? No me siento preparada, el temblor de mis piernas y el frío cortante que se desliza en mis venas así lo evidencian. Los dientes me castañean como si recorriera descalza un lago congelado. Se abren las puertas demasiado despacio y demasiado pronto. El tiempo se estira y se encoge en mi cerebro. Queda frente a mí el logo grande y luminoso de nuestra empresa. Tomo aire y fuerzo una sonrisa lo más natural que puedo. El rostro de Ana, la administrativa que nos saluda y nos despide cada jornada, se llena de alegría al verme. Sale de detrás del mostrador y corre a darme un abrazo adornado con un par de besos que recibo con un agradecimiento profundo.

— Qué preocupadas nos has tenido. — Percibo que contiene la emoción — . Te veo bien para todo lo que has pasado.

— Supongo que habré sido la comidilla de las últimas semanas… — Intento que parezca que no me importa, pero Ana parece leer entre líneas. Se aleja de mí, sin soltarme los hombros, y me mira muy seria.

— No está. Lleva unos días poniendo excusas y trabaja desde fuera. Entre tú y yo, tiene una nueva novia y ya sabes lo que eso significa. — Vuelve a darme un beso, esta vez, más despacio y cargado de significado.

Suena el teléfono. Ana me sonríe con tristeza cuando me suelta y vuelve a su silla. Responde como si nada y se limpia unas lágrimas que no me esperaba. La miro sin estar segura de lo que acaba de pasar. Ana, de manera inconsciente, recorre su rostro con las yemas de los dedos mientras atiende al cliente. Conozco de sobra ese gesto: intenta recordar cómo es. Ella también se ha perdido en su propio cerebro. Me dirijo a mi despacho con la vaga esperanza de poder curarme y sabiendo que, probablemente, Ana fue la primera que se perdió estando con él. Quizás es mi salvación haber olvidado su nombre. Si es así, confío en que sea para siempre.

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Esther Paredes Hernández

Escribo pequeñas historias, hilando fino, pinchándome los dedos porque no utilizo dedal. No me escondo: soy una cuentista.