DOS CASAS, UN MISMO DÍA
Era domingo y Silvia se levantó temprano para disfrutar de un poco de libertad antes de que la casa se llenara con los juegos y las peleas de sus hijos. Intentando no hacer ruido, porque su marido Óscar todavía dormía, se vistió con un viejo pantalón de lana negro, se puso unos calcetines gordos y se calzó sus botas de piel marrón. Eran sus preferidas, las que utilizaba para explorar caminos que nadie transitaba y que desconocía a dónde la llevaban. Salió del dormitorio y, de camino a la escalera, se asomó a las habitaciones de los niños. Le gustaba verlos dormir arropados por los edredones, respirando despreocupaciones y soñando. Anhelaba volver a sentirse así, sin lamentar las ilusiones que se quedaron atrás con el paso del tiempo o ignorando que la muerte era el futuro inevitable que les esperaba; no importaba los caminos que eligieran recorrer, cuantas veces cambiaran el sentido de sus pasos, cuantas veces perdieran el rumbo, al final, la noche eterna sería su destino.
Silvia bajó a la planta de abajo con cuidado porque la escalera era vieja. En la cocina, se preparó un café y se aseguró de que la batería de la cámara de fotos estuviera cargada. La mujer se tomó un instante para disfrutar del desayuno y observó a su alrededor. Aquella casa les estaba costando mucho dinero, pero era perfecta para la familia. La compraron hacía menos de un año y les quedaban pocos arreglos por hacer. En realidad, solo les quedaba cambiar la escalera, pero Óscar y ella no se habían puesto de acuerdo con el diseño. Así que todavía estaba la antigua y no era muy estable. La planta baja, diáfana, estaba rodeada de ventanales magníficos por los que entraba el sol y por los que se podía observar el jardín que rodeaba la casa. El jardín era la joya de la corona. A los dos les entusiasmaba plantar, regar, oler y acariciar los setos y las flores. Silvia contempló por la ventana el cielo gris de las siete de la mañana. Dio el último sorbo a su café, se puso la chaqueta y salió de la casa cargando con la mochila de la cámara.
Anduvo hasta el final de la urbanización y siguió por la carretera secundaria hasta llegar a un sendero sin asfaltar que empezaba en un lateral. Una ligera e inesperada cortina de agua había transformado en barro la suave tierra del camino. Sus botas le ayudaban a dar pasos con seguridad. Se subió la capucha de la chaqueta porque empezaba a sentir el cabello húmedo. Siempre que recorría esa senda, aminoraba la marcha, disfrutaba de la vista de los majestuosos árboles y prestaba atención a los sonidos que producían los animales. Le gustaba salirse de los márgenes, explorar sin rumbo y experimentar la emoción de probar a regresar al camino; y todas las veces que lo había intentado, lo había conseguido. Confiaba en esa senda fijada en el tiempo que le ayudaba a volver a casa.
A escasos metros de Silvia, emergió de entre la maleza un perro escuálido de color canela y que tenía una singular mancha blanca en el cuello. El animal la observó un instante y se puso en marcha en la misma dirección que ella. La mujer sonrió porque le gustaba su compañía. Sacó la cámara de la mochila y siguió al perro mientras lo fotografiaba. Pudo comprobar, a través del visor, que era bastante viejo y que ya no podía moverse con agilidad. De vez en cuando, el animal se giraba para comprobar que ella iba detrás, como si estuviesen paseando juntos, como si se conocieran. Silvia perdió la noción del tiempo y el sendero comenzó a estrecharse hasta alcanzar la forma de una serpiente. Silvia nunca había llegado tan lejos. El perro cambió de dirección y tomó un camino lateral. La mujer asumió la aventura y fue tras él sin pensárselo. Se topó con unos árboles altos y despeinados que avisaban de la entrada de una antigua casa.
El animal alcanzó la puerta y ella, unos segundos después con la intención de abrirla, pero estaba atascada. Silvia escudriñó la fachada en busca de algún agujero que le permitiera pasar al interior. Todos los ventanales de la planta baja estaban tapiados con tablones de madera. No pasaba lo mismo en el primer piso que tenía un par de ventanas rotas. Le pareció ver una silueta que se asomaba por una de ellas. El sol comenzaba a reinar en el cielo y uno de sus rayos reflejó en el cristal. Puso la mano en su frente a modo de visera y pensó, al no detectar ningún movimiento, que habría sido un efecto óptico. Se inquietó porque el perro miraba hacia el mismo ventanal, como si él también hubiese sido testigo de la aparición. El animal, que pareció leerle los pensamientos, la miró esperando instrucciones y agitó la cola con entusiasmo.
Silvia estaba dispuesta a entrar en aquella casa y la rodeó buscando una manera. Y tuvo suerte porque encontró una puerta en la parte de atrás. Estaba descuadrada, así que le dio un buen empujón y cruzó el umbral de la entrada de la cocina. Se sorprendió al comprobar que lo único que había allí dentro era polvo, humedad y algún resto de armarios. Le recordó a su propia cocina por la distribución. Silvia arrancó un listón medio suelto de la ventana y tuvo suficiente luz para hacer fotografías. La mezcla de luz amarillenta y el polvo en suspensión tintaban la imagen de una niebla anaranjada muy especial, como si la trasladaran a una dimensión onírica y el tiempo se detuviera. Se sentía cómoda y segura, acompañada en todo momento por el perro que se había convertido en una especie de mascota.
Cuando Silvia terminó de fotografiar la cocina, pasó al salón. Allí encontró una exuberante escalera artesanal, con un pasamanos de madera oscura que tenía forma de espiral en los extremos y que se remataba con dos columnas cuadradas. Los escalones se mantenían firmes. Quería enseñarle la escalera a Óscar para encargar que les construyeran una igual para su casa y le hizo un par de disparos con su cámara. Activó el flash y revisó las fotografías para asegurarse de que se veían bien los detalles. Silvia se sorprendió a ver en la primera imagen, una silueta con forma humana en mitad de la escalera. Estaba en todas las fotos que acababa de hacer. Sacó su móvil de la mochila, encendió la luz de la linterna y enfocó al lugar en el que aparecía la sombra. No había nadie, como era de esperar. El perro subió los escalones trotando y moviendo la cola. Silvia decidió seguirle porque parecía que él sabía a dónde iba.
La escalera daba paso a un pasillo lleno de puertas medio cerradas. A diferencia de los ventanales de la planta baja, los del primer piso estaban despejados y la luz del mediodía profería a aquellas viejas paredes un halo de color marrón espeso y pegajoso. Cuanto más conocía la casa, más le recordaba a la suya. El animal fue directo a la puerta que quedaba al otro lado del pasillo y se quedó quieto. Giró la cabeza hacia ella pidiéndole que la abriera. El corazón de Silvia comenzó a agitarse porque le resultaba extraña la familiaridad con la que el perro se movía por el lugar. El silencio que reinaba en la casa era profundo, podía escuchar sus propios latidos, pero ni el susurro del viento ni el crujir de las maderas. Estaba sola en aquel pasillo de aquella casa y nadie lo sabía. El animal ladró ansioso por entrar en la habitación. La mujer, sin querer dar pábulo a su inquietud incipiente, avanzó unos pasos y agarró el pomo de la puerta.
Silvia entró con una mezcla de emoción y temor a partes iguales. La ventana permitió que pudiese ver sin problemas lo que había en su interior. No había restos de un dormitorio como ella había supuesto, sino una espléndida mesa de madera situada en el centro y cuya superficie estaba cubierta por una mancha oscura. Silvia había comprado una mesa del mismo tamaño para su cocina. Colgados de una barra de hierro, sujeta en el techo, se encontraban suspendidos unos ganchos de carnicero. Sintió un escalofrío al mirarlos. Preparó la cámara y recorrió la habitación. Se detuvo en un rincón en el que habían apilado plásticos sucios y un armario abierto donde se guardaban todo tipo de cuchillos y utensilios pensados para infringir daño. Se aproximó al ventanal y miró hacia el jardín que rodeaba la casa. Entre las hierbas altas y salvajes, le pareció distinguir a un hombre robusto que arrastraba un bulto que se agitaba. Abrió la ventana y se asomó para ver mejor: el hombre tiraba de las piernas de una mujer que luchaba por liberarse.
Silvia le gritó para que soltara a la chica y le avisó de que iba a llamar a la policía, pero no pareció escucharla. Ella dio media vuelta, mientras sacaba el móvil de su mochila, y el perro se interpuso en su camino mostrándole los dientes. Su teléfono no tenía cobertura y corrió a mirar por la ventana. No había rastro de ninguno de los dos. El perro dejó de gruñir y fue hacia ella cambiando de actitud. La luz disminuyó de golpe. El sol se había ocultado porque era la hora del atardecer, pero eso no era posible, no llevaba tanto tiempo allí. Cogió el móvil y comprobó la hora: eran las siete de la tarde. Encendió la linterna del teléfono y decidió volver a casa lo antes posible. Los ganchos comenzaron a balancearse chocando y produciendo molestos sonidos metálicos. Salió corriendo asustada y, al salir al pasillo, vio que salía un resplandor de otra de las habitaciones y que se proyectaban sombras de personas moviéndose en el interior. Escuchó a alguien que sonaba como si estuviera amordazado y que gemía de dolor al compás de los sonidos de golpes y hachazos.
Silvia no quería mirar, tenía que llegar a la escalera para poder escapar, pero lo hizo a través de la ranura de la puerta, temía que alguien más pudiera estar en peligro. Al acercar el ojo, los gemidos cesaron. El color rojo teñía la estancia. Había salpicaduras de sangre en todas las paredes. Sangre que había salido a la fuerza de los cuerpos inertes de tres personas que yacían en el suelo. Ya no eran personas, sino trozos de carne como los que cuelgan los carniceros. Las cabezas estaban medio metidas en bolsas de plástico. Se horrorizó al comprobar el tamaño de los cráneos. Resultaba evidente que los cuerpos pertenecían a dos niños y a un adulto. Ni rastro del autor de aquella atrocidad ni de la víctima que le había parecido escuchar. Se sintió confusa porque, teniendo en cuenta lo que estaba viendo, hacía mucho tiempo que había terminado el calvario de esas personas. El perro se puso a comer de los trozos con apetito y ella le gritó para impedir que lo hiciera. Una risa traviesa sonó detrás de ella.
Al alumbrar con el móvil, descubrió una sombra corpulenta en la escalera que, al verse descubierta, comenzó a subir los escalones corriendo. Silvia regresó a la habitación de los ganchos metálicos, utilizó la mesa para bloquear la puerta y, mientras escuchaba golpes, gruñidos y gritos de rabia, saltó por la ventana que había abierto antes. La cantidad de maleza acumulada en el viejo jardín amortiguó la caída, aunque las hierbas secas le arañaron la cara y le tiraron del pelo. El teléfono lo perdió durante el salto. Silvia salió al camino de entrada y pronto corrió sobre el asfalto de la carretera hasta el pueblo. Nunca hubiese imaginado tener la fuerza necesaria para mover esa mesa enorme o el valor para saltar por la ventana o esa velocidad corriendo, pero solo pensaba en volver a casa con su familia. El sol estaba en lo alto del cielo, volvía a ser por la mañana. Parecía que el tiempo había retrocedido.
Cuando Silvia apareció en su hogar, estaba al borde del llanto, sudada y con dificultades para respirar. Sus hijos la miraron sorprendidos. Estaban sentados en el sofá viendo dibujos animados en la televisión. Ella les tranquilizó y comprobó la hora en el reloj: solo había estado fuera una hora y media. Algo inexplicable había sucedido en ese lugar que había alterado el tiempo. Óscar bajó del piso de arriba y, al verla tan afectada, la abrazó. Silvia comenzó a temblar y lloró porque se sentía segura de nuevo. Para no asustar a los niños, se fueron al cuarto de baño y su marido le curó los cortes que se había hecho en la caída. Silvia le dijo que no podía contarle lo que le había pasado porque ni ella lo entendía. Su marido, preocupado, le propuso que se acostara un rato. Y eso hizo, dormir hasta el mediodía. Cuando se despertó, la pesadilla quedaba muy lejos y empezaba a tener la sensación de que podría haber exagerado las cosas. Escuchó reír a sus hijos que estaban en el jardín. Se levantó de la cama más animada y, en la planta baja, encontró a su marido revisando las fotografías que había hecho. Ella esperó algún comentario sobre sombras o manchas secas de sangre, sin embargo, Óscar solo destacó tres cosas: que esa casa en ruinas le recordaba a la suya, que esa escalera deberían copiarla y que el perro de las fotos se parecía al animal con el que estaban jugando los niños.
Silvia salió despavorida al jardín y comprobó que era cierto, allí estaba el perro que la había llevado hasta el horror y, aunque parecía mucho más joven, su pelo de color canela y la mancha blanca del cuello eran inconfundibles. La mujer arrastró a sus hijos al interior de la casa, mientras echaba al perro a patadas. Entre los gritos de protesta de los pequeños, la mujer escuchó que se rompía un cristal del piso de arriba. Se giró y vio a su marido en la ventana con los ojos desorbitados y ensangrentados. Una sombra corpulenta lo tenía agarrado y acababa de hacer añicos el ventanal utilizando la cabeza de su marido. Antes de que Óscar pudiera gritar, la sombra le cortó el cuello con uno de los trozos y le lanzó al jardín a través del cristal. Su marido cayó inerte a los pies de Silvia y sus hijos gritaban muertos de miedo. Ella dejó de escucharles cuando un gancho le atravesó la nuca y un hombre corpulento se dispuso a llevarla a la habitación especial que había preparado en el piso de arriba, la que compartirían sus hijos y ella. Silvia se desangraba y su cerebro comenzaba a dormirse. Antes de apagarse, pensó que esa mañana había tenido una oportunidad para salvarles porque el futuro se había mostrado ante ella. No supo reconocerlo y ahora ya era demasiado tarde. La casa, la casa era la misma y le estaba contando su propia historia. El futuro, escurridizo, no suele dejarse ver, pero ¿seríamos capaces de reconocerlo si se nos mostrara?
El perro regresará al jardín, contento y moviendo la cola, para reunirse con su dueño: el homicida que quiso que todos tuvieran el mismo final en el mismo día porque ese era su concepto de familia. Días después, este hombre horrible abandonará la casa dejando la escalera arreglada. Ese hogar y ese jardín se convertirán en el mausoleo familiar, así que no permitirá ninguna imperfección y construirá una barandilla de madera con dos espirales en cada extremo que coronará la escalera magnífica y firme que ellos se merecían. Él no solo ha sido carpintero en su vida, también es un experto carnicero y un entusiasta de las familias.
©Esther Paredes Hernández
Barcelona, 5 de septiembre de 2021